El genoma humano comparte varias particularidades con el ADN de casi cualquier otro animal y vegetal. Tenemos numerosos componentes conocidos como transposones o "genes saltarines", que tienen la capacidad de moverse de un lugar a otro en los cromosomas de una célula.
Nada menos que un 50 por ciento del ADN humano contiene tanto transposones activos como restos degradados de transposones que hace miles o millones de años estuvieron activos pero que acabaron quedando dañados e inmovilizados.
Por si no hubiera suficiente misterio con todo este ADN que tiene movilidad o que la tuvo, existe además otro fenómeno igual de intrigante: Cada vez que una célula humana, o de un animal o un vegetal, se prepara para dividirse, las regiones cromosómicas más ricas en secuencias derivadas de transposones, incluso elementos que llevan mucho tiempo inactivos, están entre los últimos en duplicarse. La razón para su demora en la duplicación ha desconcertado a los biólogos durante más de medio siglo.
Una nueva investigación dirigida por Allan Spradling del Instituto Carnegie podría aportar algunas pistas que ayudasen a avanzar hacia una explicación para ambos enigmas.
La mosca de la fruta, Drosophila melanogaster, es uno de los principales organismos "modelo" para estudiar la estructura del genoma y las funciones de los genes. En la nueva investigación, Spradling y sus colaboradores trabajaron con ella, centrándose en un transposón en particular, llamado elemento P, que tiene una extraordinaria capacidad para moverse.
Algo muy llamativo sobre los elementos P es que sólo han estado presentes en la Drosophila melanogaster desde hace 80 años, cuando los adquirieron del genoma de una especie de mosca con parentesco evolutivo distante, mediante un proceso desconocido.
Los elementos P siguen siendo altamente "infecciosos" hoy en día. Basta con agregar una sola copia al genoma de una mosca, para que en pocas generaciones su descendencia conjunta de ella y todas las otras con las que se reprodujo en el laboratorio, adquieran de 30 a 50 elementos P.
Los elementos P se insertan en el ADN muy selectivamente. Casi el 40 por ciento de los nuevos saltos se producen en sólo unos 300 genes, y siempre cerca del principio del gen. Los genes no parecían tener nada en común, pero cuando esos sitios fueron comparados por el equipo de Spradling con datos sobre el genoma de la Drosophila, particularmente los obtenidos en estudios recientes sobre duplicación genómica, la respuesta fue evidente. Lo que tienen en común muchos puntos de inserción de elementos P es la capacidad de funcionar como sitios de partida u "orígenes" de la duplicación del ADN. Esta asociación entre elementos P y la maquinaria de la duplicación genómica sugiere que pueden coordinar sus movimientos con la replicación del ADN.
Nada menos que un 50 por ciento del ADN humano contiene tanto transposones activos como restos degradados de transposones que hace miles o millones de años estuvieron activos pero que acabaron quedando dañados e inmovilizados.
Por si no hubiera suficiente misterio con todo este ADN que tiene movilidad o que la tuvo, existe además otro fenómeno igual de intrigante: Cada vez que una célula humana, o de un animal o un vegetal, se prepara para dividirse, las regiones cromosómicas más ricas en secuencias derivadas de transposones, incluso elementos que llevan mucho tiempo inactivos, están entre los últimos en duplicarse. La razón para su demora en la duplicación ha desconcertado a los biólogos durante más de medio siglo.
Una nueva investigación dirigida por Allan Spradling del Instituto Carnegie podría aportar algunas pistas que ayudasen a avanzar hacia una explicación para ambos enigmas.
La mosca de la fruta, Drosophila melanogaster, es uno de los principales organismos "modelo" para estudiar la estructura del genoma y las funciones de los genes. En la nueva investigación, Spradling y sus colaboradores trabajaron con ella, centrándose en un transposón en particular, llamado elemento P, que tiene una extraordinaria capacidad para moverse.
Algo muy llamativo sobre los elementos P es que sólo han estado presentes en la Drosophila melanogaster desde hace 80 años, cuando los adquirieron del genoma de una especie de mosca con parentesco evolutivo distante, mediante un proceso desconocido.
Los elementos P siguen siendo altamente "infecciosos" hoy en día. Basta con agregar una sola copia al genoma de una mosca, para que en pocas generaciones su descendencia conjunta de ella y todas las otras con las que se reprodujo en el laboratorio, adquieran de 30 a 50 elementos P.
Los elementos P se insertan en el ADN muy selectivamente. Casi el 40 por ciento de los nuevos saltos se producen en sólo unos 300 genes, y siempre cerca del principio del gen. Los genes no parecían tener nada en común, pero cuando esos sitios fueron comparados por el equipo de Spradling con datos sobre el genoma de la Drosophila, particularmente los obtenidos en estudios recientes sobre duplicación genómica, la respuesta fue evidente. Lo que tienen en común muchos puntos de inserción de elementos P es la capacidad de funcionar como sitios de partida u "orígenes" de la duplicación del ADN. Esta asociación entre elementos P y la maquinaria de la duplicación genómica sugiere que pueden coordinar sus movimientos con la replicación del ADN.
Bárbara McClintock, una de las científicas más importantes en toda la historia de la Ciencia |
Los transposones fueron descubiertos por primera vez por Bárbara Mc Clintock en el maíz (En este vegetal, ocupan casi el 60% de su genoma)
Bárbara McClintock, que estudiaba al microscopio los cromosomas del maíz, trabajando en solitario en su laboratorio de Cold Spring Harbor, fue la primera en proponer, en la década de 1940, que los genes podían saltar libremente de un punto a otro del genoma. La idea de la existencia de genes móviles, que McClintock desarrolló después de estudiar decenas de generaciones de maíz híbrido, fue rechazada por absurda, y su autora fue condenada al ostracismo durante décadas hasta que, a principios de 1980, las nuevas técnicas de la biología molecular demostraron que tenía razón. Recibió el premio Nobel en 1983, cuarenta años más tarde de su crucial descubrimiento, siendo la segunda mujer, tras Marie Curie, que recibió un Nobel de Ciencia en solitario. Al final, los genes saltarines de la Dra. McClintock no solamente demostraron su existencia, sino que cada día resultan más importantes para comprender nuestras enfermedades y evolución.
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