Los primeros esfuerzos en genómica
del cáncer se centraron en las mutaciones heredadas que confieren una
alta propensión a la enfermedad. Este tipo de alteraciones heredadas (o
mutaciones de la línea germinal, en la jerga) son al fin y al cabo la
gran especialidad de la genética desde sus orígenes en el huerto
conventual de Gregor Mendel.
Pero el gran avance de las técnicas de secuenciación de ADN —y sobre
todo su acelerado abaratamiento— ha permitido ahora catalogar las
mutaciones somáticas (no heredadas, sino surgidas en el cuerpo del
adulto) que dirigen el crecimiento de los principales tipos de tumores.
Los grandes cerebros del sector dan cuenta del estado de la cuestión en
cuatro artículos de la revista Science y dos números especiales de su subsidiaria Science Signalling. Los datos revelan un filón de nuevas vías abiertas para el tratamiento de los principales tipos de tumores.
Uno de los grandes problemas de la lucha antitumoral, se dice a
menudo, es que el cáncer no es una enfermedad, sino 200 distintas. Esta
es una de las razones de que nadie espere la píldora del doctor Fleming,
y el alud de datos de la genómica moderna ha empeorado aún más el
cuadro. La primera impresión que ofreció esas secuencias
genéticas (gaatgtta…) fue que no solo había 200 enfermedades distintas,
sino que encima cada enfermo es un mundo.
Pero los conceptos generales han empezado a emerger de esas
pormenorizadas espesuras, y con ellos las nuevas estrategias para el
tratamiento. La historia de la ciencia muestra que el entendimiento es
el prólogo de la esperanza.
“Hace 10 años”, dicen Bert Vogelstein y sus colegas del Instituto
Médico Howard Hughes en Baltimore, “la idea de que todos los genes
alterados en el cáncer pudieran ser identificados con la resolución de
un par de bases habría parecido ciencia ficción”. Lo del “par de bases”
no es una concesión de Vogelstein a la indeterminación literaria. Es la
mayor precisión que se puede alcanzar en biología: detectar, entre los
3.000 millones de letras del ADN que contiene cada una de nuestras
células, una errata en una sola letra que tiene efectos cancerosos.
Ese análisis de amplitud genómica ahora no es solo posible, sino
incluso una mera “rutina”, en palabras de Vogelstein, en los
laboratorios avanzados de investigación oncológica que salpican el
planeta. Vogelstein, premio Príncipe de Asturias en 2004 por sus
contribuciones a la genética del cáncer, es también uno de los grandes
pioneros de la genómica del cáncer, o aplicación de las nuevas
tecnologías de secuenciación (lectura) del ADN a la lucha contra esa
enfermedad (o esas 200 enfermedades distintas). Quizá no sea casual que
su primera licenciatura no la obtuviera en Biología, sino en
Matemáticas.
Por poco científico que suene, los costes han sido la cuestión
capital para este progreso. Cuando se empezaron a estudiar los primeros
genomas del cáncer —que fueron los de colon y mama, hace unos 10 años—,
secuenciar un tumor de cada paciente costaba unos 100.000 dólares
(78.000 euros al cambio actual); el coste ronda ahora los 1.000 dólares
(780 euros).
Como consecuencia, las investigaciones que presentan de una tacada
los genomas de 100 tumores de cierto tipo (mama, piel u otros tejidos)
“se han convertido en la norma”, según los genetistas del Howard Hughes.
El diluvio de datos es abrumador y no tiene el más remoto precedente en
la investigación oncológica. Los investigadores esperan que ese salto
cuantitativo ascienda a cualitativo en los próximos años. Ya lo es para
el conocimiento del cáncer y el objetivo es que pronto lo sea también
para el tratamiento.
La genómica ha descubierto que los principales cánceres humanos se
deben a la acumulación de unas pocas mutaciones —entre dos y ocho— que
se van sumando serialmente a lo largo de 20 o 30 años. Alguna de esas
mutaciones puede venir puesta de nacimiento, confiriendo a esa persona
una alta propensión a desarrollar uno u otro tipo de tumor, o incluso
cualquier tipo de tumor.
Pero lo habitual es que las mutaciones surjan a lo largo de la vida
del individuo, y en algunos cánceres la causa no puede estar más clara.
Es el caso del humo del tabaco para el cáncer de pulmón, o el de la
radiación ultravioleta de la luz solar para el cáncer de piel. Estos dos
cánceres, de hecho, son algunos de los que más mutaciones exhiben de
todos los examinados por la genómica. A lo largo de los 20 o 30 años que
tardan en desarrollarse, estos tumores se benefician grandemente de la
persistencia en los hábitos fumadores o solariegos de sus portadores.
Esas pocas mutaciones (de dos a ocho) que se acumulan durante dos
décadas son cancerosas en un sentido muy explícito: cada una de ellas,
por sí misma, incrementa el ritmo de división celular (o reduce el de
muerte celular, o ambas). La célula que sufre la mutación adquiere así
una ventaja competitiva sobre sus células vecinas. Aun cuando la ventaja
sea pequeña en cada generación celular, su efecto acumulativo a lo
largo de los años suele producir un clon de células mutadas en algún
órgano del paciente.
Una peca es un ejemplo intuitivo de uno de estos clones (recuerden
que la piel es un órgano), y también ilustra el hecho de que una sola
mutación no suele ser maligna. Lo que sí genera es un campo amplificado
de células sobre las que sembrar la siguiente mutación. En estas
condiciones, no hace falta postular ningún mecanismo especial para la
acumulación de mutaciones en una sola célula. El viejo y venerable azar
se basta por sí solo para acabar complicando las cosas.
Por desgracia —y como cabía esperar, por otro lado— esas dos u ocho
mutaciones críticas no son las mismas en todos los cánceres. Con algunas
excepciones, tienden a ser específicas de cada tipo de tumor. Esta es
la razón de que no haya ocho genes del cáncer, sino 140. Son lo que los
investigadores llaman genes conductores, genes cuyas alteraciones
(mutaciones) confieren a la célula que las sufre una ventaja selectiva
en su competitivo vecindario celular, y que por tanto dirigen o conducen
el desarrollo del tumor.
El término conductores sirve para distinguirlos de la vasta mayoría
de genes que aparecen mutados en cualquier tumor, que son meros
pasajeros: alteraciones oportunistas que se ven amplificadas en el
cuerpo por el mero hecho de que ocurren en el mismo genoma —en el mismo
autobús— que las mutaciones en los genes conductores.
E incluso esa cifra algo abultada de 140 genes conductores esconde
una simplicidad subyacente que permitirá en el futuro inmediato, si no
lo está haciendo ya, concentrar los focos en las tácticas farmacológicas
más prometedoras a corto plazo. Porque esos 140 genes son componentes
de solo 12 sistemas biológicos muy bien caracterizados en las células
humanas.
Son los sistemas de transmisión (transducción de señal, en la jerga)
que comunican el entorno de la célula —qué hormonas circulan por la
sangre, o qué andan haciendo las células vecinas en ese momento— con su
sede central de inteligencia: el núcleo celular donde el genoma reside,
se replica, brega con el estrés y ocasionalmente muta.
En un organismo multicelular como el lector, es este avanzado sistema
de comunicaciones entre las partes de una célula el que determina su
destino: cuándo debe dividirse o morir, si se debe convertir en una
neurona o una célula de la piel o, por el contrario, preservar su
naturaleza inmadura de célula madre para seguirse dividiendo sin
comprometerse a un destino o a otro.
En ocasiones, si ha de dividirse más deprisa que las demás. Ahí está
la esencia molecular del cáncer, y posiblemente —esperan los genetistas—
su talón de Aquiles.
De este modo, la genómica, que empezó complicando las cosas más de lo
que ya lo estaban en la investigación del cáncer, ha empezado a pagar
su deuda con la simplicidad, o con la esperanza de que haya algunos
principios generales bajo la espesura de lo prolijo. Pese a que cada
tumor, incluso en comparación con los de su mismo tipo y subtipo, sea un
mundo con un paisaje genético único e irrepetible —y en ese sentido un
producto de la historia—, los sistemas de comunicación intracelular
afectados son similares en distintos tumores, e incluso entre distintos
tipos de tumor.
“En el futuro”, dicen Vogelstein y sus colegas, “el mejor plan de
gestión para un paciente con cáncer estará basado en un análisis del
genoma de su línea germinal (el que ha heredado de sus padres) y el
genoma de su tumor”.
Fuente: El País
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