Como las interminables variedades de coliflores y repollos proceden
de una sola col silvestre, como todas las alcachofas de un cardo y todos
los perros de un lobo, así vienen todas las palomas de una sola ave
feral, Columba livia, la paloma bravía o de las rocas.
El genoma de la paloma bravía revela ahora el desinterés absoluto que
este animal ha mostrado por la pureza étnica durante toda su historia.
Algunas de las poblaciones que consideramos salvajes parecen ser, de
hecho, colonias fundadas por algún pichón doméstico que, habiendo sido
seleccionado para ganar en las carreras de palomas, corrió tanto que se
escapó del estadio y, de paso, de un vasallaje humano que nunca había
solicitado.
"Las aves constituyen una gran parte de la vida en la Tierra", dice
el primer autor del trabajo, el genetista de la Universidad de Utha
Michael Shapiro, "pero nuestro conocimiento de su genética es
sorprendentemente escaso, sobre todo si se compara con el que tenemos de
los mamíferos y los peces".
Hay más de 10.000 especies de aves en el planeta. Pese a su origen
común, a partir de un grupo de dinosaurios del cretácico, adoptan unas
formas y unos estilos de vida tan distintos como los del gorrión y el
águila, el loro, el pavo real, el avestruz y -¿por qué no decirlo? - la
gallina ponedora.
Shapiro y sus colegas de Salt Lake City, las universidades de Texas y
Copenhague y el instituto BGI de Shenzhen en China muestran en la
revista Science, con su estudio del genoma de la paloma, que
ese icono bíblico, que también llamó la atención de Darwin como un
ejemplo dramático de biodiversidad, se originó en Oriente Próximo, una
de las cunas de la civilización neolítica (junto a China y Suramérica);
también que los campeones de las carreras de pichones han tenido un gran
efecto en la estructura de las poblaciones de palomas del mundo; y que
un solo gen maestro (llamado EphB2) es el principal
determinante de la posición de la cresta, y por tanto de gran parte del
prestigio de las más de 350 razas que ha generado su relación con el ser
humano en los últimos 5.000 años.
Esas razas difieren mucho en tamaño, forma, estructura del pico,
configuración ósea, vocalización y no solo en el color, sino en algo más
sutil e interesante: los patrones con que el color decora su cola y sus
alas, que tienen menos que ver con la genética de las cosas —los
pigmentos y las ceras que segregan las plumas— que con la genética de
las formas: la misma que explica la posición de los órganos en el
cuerpo, o la disposición ordenada en el espacio de las redes neuronales
del cerebro.
Y tal vez la más llamativa de esas formas sea la cresta, que viene en
formas muy diferentes y caprichosas, y que con toda probabilidad han
tenido un papel estelar en la selección de las razas por los
mejoradotes. Ni la selección natural ni la artificial —en la que Darwin
se apoyó explícitamente para formular la primera— son inmunes a las
formas llamativas, a las variaciones sutiles de un solo gen, o de unos
pocos, que cambian las cosas de sitio o de orientación con poco esfuerzo
y gran efecto. El gen EphB2, que determina la forma y la posición de la cresta, es un ejemplo perfecto.
En una de las paradojas típicas a las que ya están habituados los
genetistas, ese gen no solo existe también en nuestra especie, sino que
ya había sido implicado, por trabajos anteriores de otros laboratorios,
en el alzheimer, el cáncer de próstata y otros varios tipos de tumores.
Y lo que hace el gen en la paloma es bien interesante: hace que las
plumas de la cabeza y el cuello apunten hacia arriba en vez de hacia
abajo. Así de fácil es hacer una cresta, o una raza de palomas.
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